lunes, 22 de septiembre de 2014

El don más precioso

Por Francisco Javier Valsera
Desde que Moisés recibió de Dios los Diez Mandamientos y, este, a su vez, se los transmitió al pueblo judío bajo la forma de la Torah –ley escrita–, empezaron a surgir pequeños relatos que intentaban explicar el significado de esta ley de forma adecuada, transmitiéndose de generación en generación.
Con los siglos las explicaciones se hicieron demasiado numerosas para confiarlas solamente a la memoria, por lo que se contempló la necesidad de preservar la ley oral por escrito, y esta necesidad se hizo más perentoria con las matanzas de los eruditos y rabíes acaecidas durante el Imperio Romano.
La gran tarea de recopilar y organizar por escrito estas leyes fue llevada a cabo por el rabí Judá Hanasi, un palestino al que se le conocía como Judá el Príncipe. Esos relatos tienen unos 2,500 años de antigüedad y a esta enciclopedia de la vida se le llamó Talmud. La sabiduría del Talmud es gigantesca y, durante siglos, ha sido la principal fuente para rabinos y eruditos, que dedicaron la mayor parte de su vida a estudiarlo.

En las tardes de los Shabat, el gran rabí Meir asistía de forma rutinaria a la casa de estudio para ofrecer sus cometarios a una gran multitud de alumnos. Durante una de aquellas sesiones, su esposa Beruría se quedó en casa con sus dos amados hijos. Pero ocurrió una tragedia y los dos niños fallecieron.
La pobre Beruría, a pesar de estar abrumada por el dolor, hizo un esfuerzo por proteger a su esposo. Subió a sus dos hijos al dormitorio, los puso en sus camas y los cubrió con unas sábanas. El resto del día lo pasó sollozando, esperando a que su esposo volviera, tras la puesta del sol.
Cuando el rabí Meir llegó a casa después del culto de la noche, preguntó:
– “¿Por qué no han venido los chicos a la sinagoga?”
Incapaz de reunir fuerzas para contarle a su marido lo que había ocurrido, Beruría le hizo señas al rabí para que se sentara a la mesa, donde esperaba la cena caliente. Beruría pensó que sería mejor esperar hasta Havdalá, la ceremonia con la que concluye el Shabat y se entra en la nueva semana, para contarle a su esposo la terrible tragedia que había caído sobre ellos.
– “Querido esposo” –dijo ella, mirándole profundamente a los ojos–, “eres el más sabio de los sabios, de modo que quizás puedas resolver un difícil problema que tengo.”
– “¿De qué se trata?”, preguntó él.
– “Hace muchos años, se me confiaron unas joyas brillantes y preciosas. El propietario las puso a mi cuidado, sin decirme en ningún momento que realmente las fuera a poseer. Pasaron los años y, aunque sabía que las joyas no me pertenecían, terminé por aferrarme a ellas, sabiendo que el día que tuviera que desprenderme de su compañía sería más doloroso para mí de lo que podría soportar. Y, ahora, su verdadero propietario ha venido a llevárselas. ¿Estoy obligada a renunciar a ellas?”
Desconcertado, el eminente rabí miró a su esposa. Él sabía que ella era una experta en la ley, al igual que él.
– “Amada Beruría” –le dijo al fin–, “sin duda que sabes que hay que devolver las joyas.”
Entonces, Beruría tomó a su marido de la mano y, lentamente, lo llevó al dormitorio. Apartó las sábanas de la cama y, con una voz suave, dijo:
– “Querido esposo, como acabas de decir, toda la sabiduría del mundo nos lleva a declarar que no tenemos derecho a seguir poseyendo lo que le pertenece a otro. No importa cuanto haya podido crecer el cariño por lo que se nos confió” –prosiguió con lágrimas en los ojos–. “Nuestros hermosos hijos eran las joyas preciosas que nos confió Dios, y ahora, como propietario, el Santo ha venido a recuperarlas. Dios reclama que pertenecen al Cielo.”
El rabí Meir y Beruría se abrazaron, lloraron, y aceptaron su trágica pérdida.
Aunque creo que no hay que explicar mucho, no cabe duda que la pérdida de un ser querido es algo muy doloroso para todos. Este matrimonio se nos presenta como un modelo a imitar, por su exhibición de sabiduría y fortaleza en estos momentos tan duros. La esposa intenta proteger del choque emocional a su esposo, para cuando se lo hace saber le ha ayudado a estar más preparado.
La aceptación del hecho de que toda vida pertenece a Dios y sólo a Él, proporciona algo de alivio a aquellos que viven el duelo. Aunque no se puede evitar el tener cierto sentido de posesión por aquellos a los que amamos, el tiempo que pasamos con ellos es sólo un préstamo que se nos confía.

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