Había dos pobrecitas niñas que tenían un padre muy bueno,
pero una madrastra muy mala. Como no las podía ver
ante sus ojos, pasaban las pobres niñas su vida encerradas
en su cuarto. Tenían en él un precioso Niño Jesús
de bulto, del que eran muy devotas, y siempre le
estaban rezando, trayendo flores y encendiendo lucecitas; tanto, que el
Niño Jesús, cuando las veía afligidas por su encierro, bajaba
de su peana y se ponía a jugar con ellas.
Pero por más que se lo pedían, por más que
hacían para que fuese con ellas a visitar a su
padre, que estaba enfermo, el Niño Dios no les otorgaba
las súplicas que por la mejoría de su buen padre
le hacían.
Un día que hablaban con el Niño Jesús vieron entrar a la Virgen, y como no la conocían, se asombraron de verla tan hermosa y llena de resplandor. La Virgen le dijo al Niño:
-Hijo y Señor mío, te pido que vengas conmigo a la cabecera de un enfermo que nos llama.
Las niñas entonces se asieron a la túnica del Niño, diciendo:
-¿Vas, Señor, a asistir a un enfermo, y a nosotras, que tanto te queremos y hemos pedido que asistas a nuestro padre, no lo has querido hacer?
Entonces el Niño les contestó:
-Pedírselo a mi Madre, porque me gozo en que mis gracias pasen por su bendita mano.
Un día que hablaban con el Niño Jesús vieron entrar a la Virgen, y como no la conocían, se asombraron de verla tan hermosa y llena de resplandor. La Virgen le dijo al Niño:
-Hijo y Señor mío, te pido que vengas conmigo a la cabecera de un enfermo que nos llama.
Las niñas entonces se asieron a la túnica del Niño, diciendo:
-¿Vas, Señor, a asistir a un enfermo, y a nosotras, que tanto te queremos y hemos pedido que asistas a nuestro padre, no lo has querido hacer?
Entonces el Niño les contestó:
-Pedírselo a mi Madre, porque me gozo en que mis gracias pasen por su bendita mano.
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